domingo, 25 de octubre de 2009

UN POETA STANDARD



Reportaje de Daniel Freidemberg


Está de acuerdo cuando se dice que usted es un poeta "objetivista"?

—Habría que ver qué significa "objetivista". Yo he estado tratando de conseguir en lo posible una poesía objetiva. Una poesía donde explícitamente esté el mundo, estén las cosas. Mi ideal es la poesía descriptiva, y justamente veo que la última generación está en eso. Lo descriptivo y lo trivial. Otro ideal mío es introducir lo trivial en la poesía.

—¿Para qué? ¿No le parece que ya hay demasiada trivialidad en el mundo?
—Justamente porque el mundo está lleno de cosas triviales, el elemento trivial no puede estar ausente de la poesía. Está en los grandes poemas de esta época: pensá en Eliot, pensá en Ezra Pound, aunque en ellos, sobre todo en Eliot, se ve además el horror de lo diminuto, el horror de lo cotidiano. William Carlos Williams, por ejemplo, introduce lo trivial. En la poesía norteamericana aparece mucho ese procedimiento, que en cierto modo es el que yo había adoptado: el poema parte de una visión objetiva, de la simple mención de las cosas y después se desarrolla de acuerdo a una idea, la va desarrollando. Porque uno siempre tiene algo que decir, incluso de las cosas triviales. Lo trivial sirve de soporte.

—¿Cómo fue que usted empezó a encaminar su poesía en esa dirección: lo descriptivo, las cosas, lo trivial?
—Eso ocurrió con los poemas que aparecieron en mi primer libro, en 1958. En realidad, ahí está ya el núcleo de lo que iba a hacer después, está mi pasión por el mundo cotidiano. Por las revelaciones del mundo cotidiano, si se puede hablar así. Claro, ese libro tiene muchos pecados: la solemnidad, la visión presuntuosa del mundo. Es un libro demasiado ambicioso, como si uno quisiera hacer una poesía del conocimiento. La poesía no se hace con esas cosas. Ni siquiera se hace con poesía, como dice Cioran. A propósito, recuerdo que había escrito un poema, "Museo de Ciencias Naturales", donde hablo del esqueleto de un gliptodonte, y unos amigos míos se reían del poema, porque alcanzaba una especie de crescendo, un tono, digamos, filosófico, y me decían "¿tanta filosofía por un hueso? El tema ahí, por supuesto, no era un hueso sino el tiempo, pero el tono era altisonante, pretencioso. De eso quise tratar de salir a medida que fui escribiendo. Y bueno, creo que recién ahora en los últimos años lo he conseguido a medias.

—¿Qué tiene de malo una interpretación filosófica del hueso?
—Lo malo está en el tono, en el acento. Hay ahí una solemnidad que detesto, y de la cual no puedo despojarme. No del todo,al menos: siempre hay algún elemento que me traiciona, me hace fallar.

—Su aspiración es un lenguaje lo más llano posible, ¿no? ¿Yle interesa lograr un tono reconociblemente argentino?
—No. Ni siquiera uso el "vos", uso el "tú", si es que el uso del "vos" puede ser un indicio de un lenguaje argentino. Yo creo que uno de los pocos que lograron un tono argentino ha sido Tuñón.

—Tuñón también usa el "tú".
—Bueno, pero hablo de un tono que él tiene, y también lo tiene Gelman. Gelman sí usa el "vos", lo que implica todo un riesgo, y en su caso suena bien. Pero es cierto que aspiro a un lenguaje no sé si "llano", diría "lineal": significados muy explícitos, nada de hermetismos, ni de oscuridad, que es peor que el hermetismo. En lo impenetrable del hermetismo está el misterio, el hermetismo te da pie para afrontar un enigma. Pero la oscuridad no ofrece nada. Y además es una nada gratuita.

Si el lenguaje es directo y lineal, y se habla de cosas triviales, ¿qué diferencia un poema de una crónica o un apunte?
—Al poema lo distingue la imagen. El fulgor del lenguaje es la imagen. Que no se da más que en poesía. Yo no tengo una definición de la imagen para darte, pero para mí es una visión sublimada de las cosas. El lenguaje sublimado. En el sentido de purificado, para lograr un efecto de belleza. Ahora ¿cuándo se consigue la belleza o no? Eso es un problema de talento del poeta o de la percepción del lector, pero, obviamente la belleza, no el conocimiento, es el fin primero y último de la poesía.

—La de sus poemas es una belleza bastante peculiar, si uno piensa en el poema sobre la mosca, o el modo encarnizado en que suele describir la degradación.
—La belleza está en la potencia poética que puede alcanzar el tema. O, mejor, digamos la eficacia poética. ¿No será eso que dice Cioran, que la poesía no se hace con poesía? Creo que se refiere a cuando predomina el acento literario, en el peor sentido de la palabra, el artificio, la impostura.

—Eso implica que la belleza es algo que el poema descubre,no es algo ya codificado: "esto es bello, esto no".
—La belleza nos llega. No hay que buscarla ni descubrirla, nos tiene que llegar. Porque si nos ponemos a discutir cuándo un poema es bello y cuándo no, estamos ya en el terreno de la filosofía y no me siento autorizado para eso. Te puedo decir cuáles son las características de la poesía que más me interesa: la imagen entremezclada con la mención de lo trivial. Y además cuando veo que el poeta ha puesto algo propio. Un poeta tiene que poner algo propio.

—¿Y usted qué trae de propio, como poeta?
—Yo nada. Los que vienen con algo propio de la generación mía son Gelman y Lamborghini. Yo me considero un poeta standard.

—¿Cómo puede ser standard un poeta que se propuso encontrar lo poético en lo trivial, con un lenguaje lineal pero poniendo mucho cuidado en la imagen y en la belleza? Aquí, al menos ¿quién se propuso algo tan difícil?
—Eso está en Tuñón, está en Rega Molina, en algún Lugones.

—Pero Tuñón miraba maravillado lo trivial, lo convertía en mágico o maravilloso, y Rega Molina es una especie de espectador encariñado con lo que ve. Usted mira más críticamente las cosas.
—No, las miro con cierta ternura. Miro buscando las posibilidades poéticas que tiene toda la realidad. A mí las cosas me producen ante todo extrañeza. Una especie de ajenidad. Siento una ajenidad del objeto con respecto a mí. Trato de dar cuenta de una especie de fascinación por esa sustancia secreta que tienen las cosas.

—Insisto: eso, de entrada, lo coloca en un lugar único. Sobre todo, con respecto a su generación. Ya en el 49 usted aparece en una antología junto a la gente del Cuarenta, todo ese lirismo melancólico, abstracto y exquisito...
—Ahí yo estoy coleando en el 40. Sí, en esa generación predominaba un lirismo purificado, elegiaco, el uso neutro del idioma. Otros practicaron un registro gauchesco.

—Pero usted no era gauchesco ni elegíaco ni surrealista. Si recién publica su primer libro en el 58, da la impresión de que tuvo que darse tiempo porque lo suyo "era raro".
—No, demoré porque no tenía plata para editarlo. Además, si yo no lo hubiera conocido a Murena, que llevó los poemas a Sur, tampoco hubiera publicado en ese año. Y la solapa que escribió Murena no es una solapa convencional, de esas que se hacen por compromiso, para salir del paso, o una solapa publicitaria. Está hecha con seriedad crítica y de algún
y de algún modo da una presentación de la poesía que venía haciendo entonces. Aunque yo creo que ahí todavía había una cosa rilkeana, una pasión por lo trascendente, con predominio de lo metafísico.

—Puede ser, pero ya está muy lejos de la onda elegiaca.
—En realidad a los 17 años me sentía muy identificado con ese tono elegiaco. Hasta tuve un breve período de poesía religiosa, a los 18 ó 19 años. Pero salí de todo eso y curiosamente empiezo a coincidir con Latorre, Vanasco, Raúl Gustavo Aguirre. Sin saberlo, porque yo no pertenecía al grupo de Poesía Buenos Aires, pero coincidimos en el acento, el tono, la visión de las cosas. Ya en el segundo libro estoy un poco en eso.

—No veo en qué pudo coincidir usted con Poesía Buenos Aires. Porque en ellos había un toque de surrealismo, una visión de la poesía como salvación del mundo y del poeta como un ser especial: eso de "vivir poéticamente". En usted había una observación objetiva, un desencanto, había reflexión, y en ellos el poema tiende al efecto de una iluminación súbita.
—Yo encuentro que tengo muchas coincidencias con Latorre, con las primeras cosas de Rodolfo Alonso, con Aguirre. Y no tenía contactos con ellos, ni personal ni literario. Pero compartía una cosa importante: el intento de desacralizar el elemento "literario" en la poesía, desacralizar lo poético entre comillas. Ahora, con respecto a la visión de las cosas, en ellos era muy amarga. Justamente porque su visión del mundo era amarga, pretendían que la poesía lo salvara. Yo al poeta le doy un lugar especial, pero en el terreno individual: me salvo yo. Y conmigo el que le interese la poesía: la poesía te abre una rendija, te enseña a ver. Es redentora, diría, porque te salva de la oscuridad. Te abre una puerta a la luz. Por ejemplo, cuando escucho ciertos pasajes de Bach, me ocurre en ese momento que estoy viendo algo. Esa música está tratando de decir algo. Me abre una puerta al sentido. Por eso acostumbro decir que la poesía es una fiesta del sentido.

—¿Y eso no implica, entonces, reconocerle a la poesía una función de conocimiento?
—No sé, es que la palabra "conocimiento" tiene varias acepciones. Hablo de una especie de plenitud y armonía con el universo. El conocimiento supremo, la inmersión en lo absoluto, aunque esto resulte un poco altisonante. Yo tengo un sentimiento religioso de la literatura, el sentimiento dramático y religioso de la literatura. Creo en la misión redentora de la poesía.

—Pero en su poesía usted más bien parece hablar de una imposibilidad de lograr la redención, la plenitud, la armonía.
—No, no es así. Imposibilidad de lograrlo en la Historia, sí. De lo que se trata es de salvarse de la Historia, que, como no sé quién decía, es una pesadilla de la cual quiero despertar. Claro que al mismo tiempo la Historia es fascinante.

—¿Y entonces aquella especie de prólogo en Las condiciones de la época, según el cual a partir de ese libro usted "abandonó su concepción meramente especulativa del mundo y evolucionó hacia una posición más comprometida con la realidad argentina"? ¿O lo pusieron sin su aprobación?
—Sigo pensando eso, sigo teniendo los mismos ideales de redención social, pero en mi poesía hay poca fe en la Historia. Cuando uno ve la historia no ve más que dolor, en el 506 y en el 2000 también, como dice Discépolo. Vos sabes que he tenido y tengo una posición política. La distribución de la riqueza es un ideal que todos tenemos (salvo los que poseen la riqueza) y yo no soy ajeno a ese ideal. No me gusta ver a la gente morirse de hambre, eso es obvio. Pero en la Historia hay un dolor que es el dolor de la vida.

En Las condiciones...usted criticaba mucho, diría que se burlaba, de la figura del poeta o del intelectual encerrado en su casa mientras afuera pasan las cosas...
—No criticaba el aislamiento sino la persistencia en un error: el no compromiso. No sé si recordás aquel poema: "En la calle las caras se habían endurecido;/ en los puños levantados se insinuaba/ un conocimiento decisivo;/ sonaron los primeros disparos/ y entonces salí, me instalé en la historia". El compromiso es un problema de orden moral, no poético.

—¿Y qué diría del hombre que mientras la gente muere contempla unas uvas o una dalia? ¿Cuál es su compromiso?
—La cuestión de la dalia, como la de cualquier otro objeto ajeno a la historia, no me impide el compromiso con el mundo de los humanos. Yo no veo ahí una contradicción, ni por qué tomar partido a favor de la dalia o de los humanos. Es todo un mismo partido, un compromiso con lo real.

—¿Implica, en los dos casos, romper con las visiones establecidas?
—Es un intento de romper con el estereotipo de las visiones. Todo es una cosa. Y todo está diciendo algo, todo me está diciendo algo. Justamente cuando el poeta o el músico abren esa puerta para que las cosas digan algo es para que abran una puerta al sentido, al Gran Sentido...

—Epa, eso del Gran Sentido se parece a Dios...
—Debe haber algo como un Gran Sentido, tiene que haberlo. Yo no puedo creer, por ejemplo, que una Novena Sinfonía se haya escrito en vano. O el Magníficat de Bacb, ¿cómo puede ser que lo haya creado sin que haya nada detrás de eso? Está manifestando algo, una verdad absoluta, o Dios si querés. Ese estremecimiento que uno siente en el contacto con una verdad, esa sensación de plenitud que da el contacto con la verdad. Eso está en los grandes poetas, desde Homero para acá. A mí a veces hasta me estremece una sola línea.

—¿Y qué valora en poetas, digamos, no tan grandes? ¿Qué encuentra por ejemplo en los jóvenes con los que hace un rato dijo que se siente identificado? Supongo que hablaba de José Villa, de Casas, de Mario Varela, etcétera.

—No pongamos nombres, porque si pongo uno me olvido del otro y se enoja, y me parece justo que se enoje: las omisiones son casi siempre injustas. Sí, hay cierta afinidad con "mis nietos" digamos. Ahí también veo un afán desacralizador del lenguaje, de las estéticas establecidas y del orden establecido. Una gran violencia en el lenguaje. Son descarnados.

—Parece una contradicción. Usted dice que la poesía va en busca de una verdad absoluta, de algo sagrado al fin y al cabo, pero al lenguaje lo quiere desacralizar...
—Hablo del lenguaje convencionalmente literario, eso hay que desacralizar. Dejar de adorar las retóricas preestablecidas. Lo que veo en estos jóvenes es que traen algo propio con una visión descarnada de las cosas, y el hecho de tomar fragmentos de la realidad: el fenómeno particular, el gesto personal, el hecho cotidiano. Hablábamos antes de una poesía descriptiva: me acuerdo siempre de aquel famoso consejo que Flaubert le dio a un joven escritor: "ponte delante de un árbol y descríbelo". Ahí empieza el problema.

—¿Cómo diferenciaría una descripción poética de otra que no sea poética?
—El problema es ahí de lenguaje, intervienen la concisión, la asociación original de elementos, la sorpresa, todo lo que hace que un poema nos impresione y nos emocione por su belleza. Está el imponderable de lo poético. Pero la poesía descriptiva es para mí un ideal inalcanzable: hay una especie de imposibilidad de practicarla, será que no sé mirar.

—¿Y no será esa imposibilidad de mirar, esa tensión puesta en sus poemas, lo que les da fuerza?
—Supongo que eso es lo que pongo. La imposibilidad contrapuesta al gran interés que uno tiene por las cosas. En mi caso hay una fascinación que me producen las cosas, los objetos, pero no tengo la facultad de la descripción. El poema da la sensación de ser producto de una curiosidad metafísica, no existencial como debería ser para lograr una descripción objetiva. El acto mismo de la reflexión es un acto solemne. Por eso, otro de mis ideales es el distanciamiento, o la ironía brechtiana. Eso significa un poco también, además de lo que quiere significar, no tomarse uno demasiado en serio.

—¿Cree que es un defecto hacer poesía metafísica"?
—Puede ser un defecto o no, pero cuando el poema viene muy cargado de una actitud especulativa se hace a veces insoportable. Yo ante la poesía especulativa me siento asfixiado, sobre todo porque le refriega a uno el pensamiento por la cara cuando debería estar oculto en la metáfora o en la imagen. Incluso el silogismo debe estar oculto en la metáfora o la imagen. En un poeta descriptivo como Williams también está lo especulativo, pero la reflexión está oculta, está en los intersticios del poema...

Usted parece buscar finalmente, como Girri, una despersonalización del poema, sacar toda carga personal...
—Es que me digo "a la gente por qué le tiene que importar lo que yo siento o pienso". Reconozco, por supuesto, que se hacen grandes poemas a partir de la experiencia personal, tanto emocional como meditativa. Pero, naturalmente, la experiencia personal no está ahí como un fin en sí misma, el fin del poema es la poesía. Si eso no es más que un instrumento de la poesía, se pueden hacer grandes cosas poéticamente a partir del yo. En mi caso, procuro que ese yo no aparezca, pero lo consigo muy pocas veces: el "yo" se me cuela e interviene.

—Pero no es un "yo" omnisciente ni sentencioso ni hay una actitud del tipo "yo me expreso". Es un lugar conflictivo: ese "yo" está en conflicto consigo y con las cosas.
—Un poco presuntuosamente, creo que mi tema es el hombre como sujeto extrañado del universo. Hablo no de una oposición ni un enfrentamiento, sino de dos universos extrañados entre sí. Mi actitud frente al mundo es un poco de estupefacción, de interrogación. De perplejidad, en definitiva.

Su interés por los objetos respondería entonces a una necesidad de romper con ese extrañamiento?
—Exactamente, ahí estaría lo que suele llamarse la armonía con el universo, que a mí me falta y que las grandes obras consiguen. Permitime una digresión: en el único viaje que hice a Europa, estuve en una iglesia del siglo XI en Prato, un pueblo cerca de Florencia, donde había un fresco de Massaccio, un pintor que admiro mucho, y alguien se puso a tocar en el órgano un coral de Bach. Esos tres elementos ahí combinados: tuve la sensación y el goce de la plenitud, una armonía cósmica. Son las experiencias que a uno lo sostienen a través del tiempo, que hacen pensar que no todo está perdido, que Dios no juega a los dados, como dice Einstein. Toda esa belleza reunida ahí, como dije antes, algo está queriendo significar.

—Y su poesía se pregunta por eso...
—Todo el tiempo. Incluso en los temas aparentemente triviales, como puede ser una mosca recorriendo el borde de un vaso. En definitiva, se podría resumir en una gran pregunta "¿qué es esto?" Y ya estamos en el terreno de la ontología. Pero quiero decir que esa sensación de plenitud se da a través del chispazo, del vislumbre fugaz, porque si uno estuviera en posesión de esa visión todo el tiempo, uno estallaría. Solamente los santos la viven sin estallar. León Bloy decía que la única tristeza de este mundo es la de no ser santo.

—Y en su trabajo concreto de escritura ¿qué pasa? ¿Desarrolla el "qué es esto" o recibe el chispazo, la inspiración? ¿O, como dice Gelman, hay ruiditos que le llegan?
—A lo mejor hay alguien que le está dictando a uno. En todo caso, hay un estado de ánimo exaltado al que antes se llamaba inspiración. Te diría que es un estado de total felicidad el de la ejecución, sobre todo cuando uno considera que lo ha logrado. Si no, viene la más profunda de las frustraciones.

—Acá tengo un reportaje en La Danza del Ratón, donde usted habla del poema como una composición musical, con "un desarrollo armónico y un final apropiado", sin notas disonantes ni nada que altere la armonía del conjunto. "Soy obsesivo por lo armónico —decía—. Detesto el poema confuso y desorganizado."
—A veces, como jurado en concursos, tengo cierta perplejidad cuando veo poemas con grandes chispazos pero que en su conjunto dan la sensación de que hay algo no acabado, algo que no me conforma. Esos poemas hechos de fragmentos, de chispazos sueltos que no tienen contexto: veo momentos, no veo plenitud poética. Me gusta que el poema tenga una construcción armónica, fluida, coherente, que "cierre". Que no haya cabos sueltos, que uno tenga la sensación de que no hay palabras de sobra. Ezra Pound reclama no usar dos palabras cuando solamente se necesita una. Es una preferencia que quizá no está del todo al día, pero son mis preferencias, no estoy invalidando a los que prefieren el fragmentarismo.

—¿Y qué hace si ve que el poema no "cierra"? ¿Lo corrige?
—Es una cosa que uno siente, a veces siente que el poema está cojeando por un lado, que le están sobrando cosas por el otro. Es difícil explicarlo. Lo que sí es perceptible es la coherencia y la fluidez de la palabra: que no haya ripios, que no rechine el poema, que se deslice solo. Lo trabajo cuando considero que hay algo que está fallando ahí, y cuando por fin considero que es imposible mejorarlo lo rompo.

—Pero, evidentemente, no siempre lo rompe. Parecería, más bien, que se resigna a publicar algunos poemas, aunque le parezcan "standard", y si sigue escribiendo supongo que es porque aspira a lograr lo que todavía no logró.
—Publico los poemas porque, bueno, a lo mejor a algunos les gustan. Es una especie de remota esperanza de que alguien pueda sentirse interesado. En otros momentos caigo en una especie de escepticismo, de desaliento. Como si tuviera agotadas las fuerzas. Escribo, pero no como antes. Sobre todo, escribo sin alguna metáfora, pero hay algo que me impide llevarlo al papel. Cuando lo llevo, después lo leo y veo que no es lo mismo. Veo que el poema ha cambiado. El primer impulso siempre parece original, parece tener la frescura de lo espontáneo pero ya aplicado al papel pierde la sensación de maravilla que puede tener, de deslumbramiento.

—Usted es muy duro con su propia poesía...
—Algunos creerán que es una pose. No es así. A mi edad, además, me toca ya la responsabilidad de estar conociendo mis limites. Creo que he dado lo que he podido dar y no creo que dé más. Por otra parte, veo lo que están haciendo los jóvenes y me doy cuenta de que tienen muchas más cosas que decir. Incluso me hubiera gustado escribir como ellos, lo cual prueba que me han superado.



Joaquín Giannuzzi (Argentina; Buenos Aires, 1924 – Salta, 2008)


                                                                                                   (Diario de Poesía Nº30,
Bs.As., Invierno, 1994)





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